Para regresar a la fantasía nunca olvidada he querido redactar otro nuevo cuento. Si alguien haya alguna coincidencia con la realidad es que entendió el cuento del revés.
Corrían aún los grises detrás de aquellos pocos que aún trataban de olvidar el tiempo remoto donde enterraron las ganas de perder. Había triunfado la inestabilidad, la poca gracia, el absurdo del vacío constante y las interpretaciones del azar. Todo resultaba un poco defraudante, casi frustrante. Y en el medio de la mediocridad mediada por los mediadores se encontraba Eduardo.
Ágil, sigiloso, sin una gota de parecer afligido. Lo tormentoso había pasado con los años y sólo restaba la ilusión de ver crecer las ramas de los olivos. Él era así, advenedizo en la consecuencia. Saciaba sus recuerdos amparándose en el de los demás. Creía recordarse cuando era joven como alguien amable, como alguien sensible, pero no encontraba una sola linia del párrafo de su vida donde estuviera escrita la palabra tranquilidad.
Entre los pasajes oscuros de libros Sagrados y entre los páramos de algún rincón desconocido pudo advertir Eduardo la presencia de un ser extraño, se llamaba Sigmund, aunque algunos le llamaban Froid, no sé el porqué. El pequeño duendecillo era esquivo, torturador de ideas aterradoras y no cesaba jamás de decir te lo advertí, necio. Sólo lo soportaba el inconsciente de las personas, pues eran los olvidos los que hacían que tuviera sentido su frase.
Eduardo ni siquiera le habló, pasó de largo de su ideologia el día en que supo que por alguna circunstancia Leia iba a morir. Si las certezas eran ciertamente ciertas y no infortunadas por cualquier incertidumbre, moriría al amanecer, mientras los grises seguirían persiguiendo a fantasmas luchadores.
Aunque nunca llegaba el amanecer, su terrible migraña le arañó el brazo con el cuál propinó un empujón a las tristezas. Nunca, como esto nunca, nada. Y Leia murió.
Da igual que escondan los escondites de los encondrijos encrucijados. Eso no importa. Si Eduardo decidió saber que Leia como Santiago Nasar iba a morir fue porque jamás nunca iba a perpetuarse la especie del rencor.
La ilusión de ser quién somos, se dijo Eduardo, hace que los cuentos siempre sean totalmente del revés.
Entre los pasajes oscuros de libros Sagrados y entre los páramos de algún rincón desconocido pudo advertir Eduardo la presencia de un ser extraño, se llamaba Sigmund, aunque algunos le llamaban Froid, no sé el porqué. El pequeño duendecillo era esquivo, torturador de ideas aterradoras y no cesaba jamás de decir te lo advertí, necio. Sólo lo soportaba el inconsciente de las personas, pues eran los olvidos los que hacían que tuviera sentido su frase.
Eduardo ni siquiera le habló, pasó de largo de su ideologia el día en que supo que por alguna circunstancia Leia iba a morir. Si las certezas eran ciertamente ciertas y no infortunadas por cualquier incertidumbre, moriría al amanecer, mientras los grises seguirían persiguiendo a fantasmas luchadores.
Aunque nunca llegaba el amanecer, su terrible migraña le arañó el brazo con el cuál propinó un empujón a las tristezas. Nunca, como esto nunca, nada. Y Leia murió.
Da igual que escondan los escondites de los encondrijos encrucijados. Eso no importa. Si Eduardo decidió saber que Leia como Santiago Nasar iba a morir fue porque jamás nunca iba a perpetuarse la especie del rencor.
La ilusión de ser quién somos, se dijo Eduardo, hace que los cuentos siempre sean totalmente del revés.