16.4.07

Para ellas, de mí.


Fermina conocía de sobras a Verónica. Se habían entendido siempre, sin haberse visto nunca. Se entendían, se consolaban, se imaginaban libres y decidían el resto de sus vidas con una moneda de azar. Sus caras eran dulces, parecidas a la mantequilla cuando se mezcla con el azúcar y, en silencio, sólo en silencio, eran meras ilusiones...

Cuando Fermina se ahogaba después de leer la condena que había poseído a los Buendía releía los últimos versos de un tal Miguel que una vez la quiso por ser sincera. -arrojado me veo, y tanta ruina no es por otra cosa que por quererte y sólo por quererte.- Y su buen remedio sabía a poco, sabía a poco.

Verónica restaba impasible. Audaz, partida por la mitad y, con unas ansias de libertad, observaba la luz de las velas de las Iglesias como se observa a las estrellas. Lograba confundirme con cada paso que daba, primero te miraba y luego te desairaba. Sólo amó a Andrés y él sólo supo radiarla.

Tanto tuve que reaprendérmela que me olvidaba de sus canciones. Porque Fermina sí cantaba. Cualquier cosa. Se le caía el mundo a sus espaldas mientras enterraba historias que ni siquiera había leído. Sus pasiones la llevaban desesperada por las calles gritando como una loca ojos, ojos, ojos de perro azul.

No entendería nada si no me la hubiera cruzado un día absorta. Verónica traía unas flores del pasado y las regalaba a los hombres calvos que pasaban por la carretera de Poniente. Era otra forma de vengarse del mundo. Odiaba las penas y estaba esclavizada ante ellas. Su edad temprana y su sonrisa te hacían volver loco de amor, era una pasarela, unos versos que se recitaban solos y te decían
Amor, amor, catástrofe. ¡Qué hundimiento del mundo!

A veces, Fermina, te acariciaba en la espalda. Tenía sabido su papel de madraza, aunque lo oliera todo. Sus palabras adormecían al tendero porqué sólo hablaban de un pueblo llamado Macondo. Lo había leído no sé dónde y estaba indignada de que no existiera algo tan irrelevante. Fermina nacía en todo y yo no la pude seguir hasta el fondo.

Pero así fue como Verónica me fue abandonando. Amando por doquier. Sintiéndose cada vez un poquito mejor. Arrastrando a la desgarradura del pecho, a la sin razón y a la muerte. El alma del averno que la condenaba se fue destornillando de risa y los tesoros inexplicables del dolor se olvidaron de cómo se existía. Así fue como Verónica ya no era una mitad de nada, aunque sí lo fuera de Fermina.

Fermina y Verónica. Ambas se clavaron en mi cuerpo y no tuvieron ningún recelo de hacerme el daño más grande del mundo. Ser yo en todos los demás.

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