Estaba sentada en el escritorio de otro. Schopenhauer me miraba desde su triste cuadro y alguien cantaba gritando al otro lado de la pared. De pronto empezó a llover. A llover, a llover.
En el espacio de medio segundo se está inundando toda la habitación. No logro escapar de esa inmensidad, soy incapaz de hacer nada, ni siquiera gritar. Me estoy hundiendo y sólo llueve a mi alrededor. Detrás, en la ventana, el sol nace por las montañas. Nadie sabe que está lloviendo aquí, después de todo hace un día claro y sereno. El agua moja cada uno de los libros que guardaron en la biblioteca. Se lleva a Hegel o a Freud, a Shakespeare y a Tosltoi. Los episodios nacionales de Galdós se traspapelan con la humedad y se quedan en puros olvidos. Voy flotando y hundiendóme. No cesa la lluvia. Lleva todo el día así.
Llego a respirar bajo el agua pero no lo consigo. Sé que me estoy ahogando, algo no se detiene en mi pecho. No hay tiempo. Estoy hundida y aún sé que está lloviendo. Nadie sabe que estoy en un habitación encerrada donde llueve, donde no hay nada más que un diluvio. Los libros fueron historia. Se va todo el oxígeno de mi cuerpo y sé perfectamente que no ha parado de llover.
De pronto alguien entró en la habitación, en su habitación. Me miró y dijo ¿ahogáste ya las penas?
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3 comentarios:
¿Y qué respondiste?
No lo sé, habría que preguntárselo a la protagonista, pero los cuentos tienen ese problema, que uno no puede más que imaginar. ¿Tú que hubieras respondido?
Mis penas flotan en la lluvia y en el alcohol...
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