Este es un breve relato de un habitante anónimo de Macondo, de un sin nombre, de un paria, de un olvidado que se cruzaba a cada puesta de sol con uno u otro miembro de la familia Buendía. Aunque pareciera casual, así era, a cada atardecer un encuentro, una cita en ningún sitio de Macondo, en una calle sin nombre, en ningún lugar. Sucedía siempre, por efecto de un enigma inextricable, allí estaba él y allí un Buendía, sí, allí en ningún sitio pero en Macondo, siguiendo el ciclo natural de los días, uno tras otro, con cada ocaso de esa estrella nuestra que llamamos Sol. Siempre así, siempre repitiéndose, una y otra vez, corroborando que Macondo existe, que Macondo esta ahí para presenciar, sin principio ni fin, que Macondo está para hacer realidad lo inimaginable, lo inconcebible, lo indecible, lo impensable. Ese ciclo, esa periodicidad del tiempo, del encuentro con un Buendía, tenía obsesionado a nuestro anónimo habitante de Macondo. Un día, por casualidad, sin saber muy bien a cuento de qué ni cómo ni dónde, llegó a sus manos un largo fragmento del sabio estoico Crisipo. Descubrió la doctrina del eterno retorno. Quedó maravillado ante la sabiduría griega. Crisipo explicaba que lo vivido por nosotros en cada instante de nuestra existir había sucedido ya infinitas veces y que sucedería infinitas veces más, sin principio ni fin, siempre lo mismo, una y otra vez, que no sólo había ciclos naturales internos a nuestro mundo, que no sólo salía y se ponía cada día el Sol, que se sucedían las estaciones cíclicamente, sino que el mundo mismo se había repetido ya infinitas veces surgiendo del fuego divino para volver a él y resurgir en ciclos infinitos siempre igual, repitiéndose. Los tiempos internos eran cíclicos, el tiempo todo era cíclico. La inquietud por el ciclo y la sabiduría estoica dejaron a nuestro protagonista perplejo, anonadado, no sólo se encontraba cada día con un Buendía en ningún lugar de Macondo, sin nombre, anónimo, sino que ese mismo hecho casual diario se había sucedido en sus infinitas vidas pasadas y, a un mismo tiempo, se sucedería infinitas veces en sus futuras vidas. Siguió nuestro inquieto paria leyendo a Crisipo para llegar a su doctrina moral, a esa parte de la filosofía estoica que justifica toda la metafísica del eterno retorno, esos infinitos retornos. Esa visión de lo que "es" como un mundo repetido sin principio ni fin, hacia atrás y hacia delante, con infinitos ciclos temporales iguales, sólo cobraba importancia si servía para mejorar la vida moral del sabio, si nos ayudaban a progresar en nuestra vida. La ciencia para el sabio estoico está subordinada a la ética. Ante esta idea ese hombre que no podemos nombrar por carecer de nombre y que rondaba todos los días, en un momento u otro, la vida de un Buendía quedó absolutamente maravillado, perplejo, ensimismado. Crisipo nos hacía cargar con una pesada losa sobre nuestras espaldas, explicaba que, como Atlas, cargamos sobre nuestras espaldas con el peso del mundo, lo que decidamos a cada instante de nuestra existencia es lo ya sucedido infinitas veces en el pasado, lo que ocurrira infinitas veces en el futuro. Nos enseñaba Crisipo, el más brillante de los sabios estoicos: "elige bien a cada paso a lo largo de tu vida porque aquello por lo que optas es lo escogido para el pasado y para el futuro. Tú ahora, siempre ya, estás eligiendo el pasado y el futuro, lo que se repetira siempre igual, infinitas veces, hacia atrás y hacia delante". Esta idea dejó sin palabras al merodeador de los Buendía, ahora se lo pensaría muy bien antes de optar por una u otra forma de vida, por una u otra opción existencial. Ya no había lugar alguno para la levedad del ser, toda acción, toda decisión tenía una terrible carga, un peso increíble, sus decisiones no se las llevaría el viento, no eran efímeras y fugaces, sino algo que se proyectaría en ciclos infinitos, hacia atrás y hacia delante. Llegó otro ocaso, otro de tantos en ciertos sentido, uno muy diferente según se mire porque el encuentro fue con un Buendía pero no cualquier Buendía. Ya sabía que esa coincidencia había ocurrido y que seguiría ocurriendo y allí estaba frente a ella, con excelsa belleza, la más hermosa, delicada, profunda e inteligente de las Buendía, una mujer que a pesar de formar parte de esa familia maldita de los Buendía era poesía, pura poesía hecha vida, carne. Vino a la cabeza de nuestro anónimo habitante de Macondo lo que desde hacía tiempo, desde siempre, ocupaba su pensamiento, a saber, la sabiduría estoica del eterno retorno. No podía dejar pasar aquella oportunidad, ya se veía a sí mismo con aquella poesía en sus infinitas vidas pasadas, en sus infinitos futuros, siempre a su lado, siempre cogido de su mano, siempre rozando sus labios, siempre sus negros ojos, su mirada, sus versos y palabras. Se acercó a ella decidido, sin mácula de duda, transparente, repleto de una cándida ingenuidad, entonces le explicó a ella la sabiduría de Crisipo, que anhelaba no una vida junto a ella sino infinitas vidas sin principio ni fin, una y otra vez. Obtuvo la negativa de la más hermosa de las Buendía, su corazón ya era de otro, otro era ya el afortunado. Y, además, no eligió a ese otro de cualquier forma, de acuerdo a la levedad del ser sino conforme al peso de la doctrina del eterno retorno, escogio rechazarlo infininitas veces, ya lo había rechazado infinitas veces en el pasado y le rechazaría infinitas veces en el futuro. Maldita desesperación, maldita tortura, cuanto peso a soportar, cuantas negativas de aquella estrella luminosa, de aquella mujer que era poesía, cuanta tristeza... y no para una única vida sino para infinitas... El sin nombre siempre se decía, a cada encuentro con uno u otro Buendía: "mejor ser un habitante anónimo, sin nombre, de ningún lugar de Macondo".
Este relato me lo envia un poeta de tierras egarenses. Se lo agredezco muchísimo. No sólo la profundidad, sino el saber que se pertenece a Macondo en el vaivén de la Historia, pasada y futura. Espero que no nos deje de escribir.
1 comentario:
Menudo loco triste... :)
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